Siempre que
abordamos el tema de la militancia salen a relucir dos términos que en la dialéctica
de los acontecimientos y de la evolución social son contrarios, inseparables y
muchas veces utilizados con absurda simplicidad; me refiero al adoctrinamiento
y la convicción.
Para los que
reprimen, aquellos a quienes reprimen han sido adoctrinados y los que son
reprimidos dirán siempre que actúan por convicción. Es hacer de notar que esta posición
cambia de lugar según quien tenga el poder y de la dimensión que la corrupción alcance
en los engranajes del poder. Desde mi
punto de vista, y aclaro que es un punto de vista muy personal, la violencia,
la represión y los asesinatos políticos son proporcionales al nivel de corrupción. Basta con observar atentamente el panorama de
nuestra América y cerciorarse que lo que allí pasa, da un poco de razón a mi
punto de vista.
Pero bueno,
no nos desviemos del tema que nos ocupa, la militancia. En realidad, en este
texto les quiero compartir ciertas experiencias personales y ciertas anécdotas
de mi transcurso por este breve mundo lleno sueños, decepciones y realidades.
La construcción de la convicción.
Yo José
Dario Izaguirre Martínez, nací en una familia humilde. Mi madre en los papeles
oficiales era un ama de casa y mi padre aún vivo y casi en el ocaso de su vida
al momento de comenzar este texto, un labrador. Un hombre y una mujer de su tiempo.
Nacieron en medios aún más miserables que los míos. Mi madre aprendió a leer y
a escribir y trabajó desde edad muy temprana para ayudar a la viuda de mi
abuelo quien murió cuando aún ella era una niña. Mi padre abandonado por su
madre a una corta edad, creció desnudo y descalzo. Criado por su abuela comenzó
a trabajar como obrero agrícola a la edad de 14 años en las haciendas de los
terratenientes de las sierras de Managua y Chichigalpa, en Nicaragua y el los
cañaverales de la familia Somoza.
Siendo los
dos las víctimas de la injusticia, pero curiosos y poco quejumbrosos, supieron
aprovechar lo que la vida les puso por delante y superar su condición económica.
En la pareja había mi padre que era capaz de regalarlo todo y con un sentido de
justicia bien arraigado. Por otro lado, mi madre, que, aunque era también justa,
tenía un sentido de los negocios bien definido. Ella era capaz a partir de un
huevo hacer un gallinero. Los dos viejos se opusieron siempre a la represión política,
poco importa de donde ella viniera. Críticos
de los detentores del poder, nos mostraron a respetar el poder, pero a oponernos
a las atrocidades. De ellos, mis viejos
y sobre todo mi padre, a quien seguía por todos lados desde que pude sostenerme
en el lomo de una mula a cinco años, aprendí como funcionaban las cosas. Siempre con la oreja abierta y oyendo cada
platica y bebiendo cada palabra de lo que decían mis viejos en sus pláticas con
el candil apagado o a la luz del día cuando los amigos de mis viejos venían a
la casa, yo aprendí, cuando tenía que quedarme callado y ante quien, aprendí a
decir lo que pienso cuando la circunstancia lo permite. Mis padres entonces cimentaron
la base de mis convicciones.
Y si ese
aprendizaje simple y cotidiano se llama adoctrinamiento según algunos, entonces
mis padres me adoctrinaron. Y ese adoctrinamiento
o más bien esa enseñanza la cargo con orgullo y la considero un tesoro. Gracias
ellos estoy donde estoy.
Pero sobre
los cimientos de la formación ideológica familiar, en cierto momento se
comienzan a colocar los primeros ladrillos del razonamiento propio. Se comienza
a cuestionar el porqué de ciertas cosas. ¿Por qué Toñito el de Sofía siempre
anda careto y viene a pedir comida a la casa? ¿Por qué Nato el de Beto es más
flaquito que yo y más panzón que yo? ¿Por qué Damián el hijo de Chon Merlo se murió
de fiebre de lombrices y estas últimas le salieron por la nariz y las orejas
después de muerto? ¿Cuál es la diferencia entre ellos y yo?
Pero si vivimos en la misma aldea, vamos a la
misma escuela. Si ellos tienes papá y mamá.
¿Y Por qué
se murió Rodolfo el hijo de Zacarías? Y el hijo de Simón de quien cargué el ataúd
en 1975.
¿Qué pasa aquí?
Pues, pedí
explicaciones y la tuve: Señoras y señores, era la voluntad de Dios, que en su
misericordia sabe a quién darle la vida y a quien arrebatársela. Pero no te
preocupes ellos, los niños esos, irán a formar parte del coro de ángeles al
cielo. Y tuve otra: mirá mijo ellos mueren por que sus padres son más pobres
que nosotros y no tienen dinero para comprar los remedios necesarios. Y creo
que esa explicación me gusto más. Y allí viene otra reflexión de niño. Bueno y ¿por qué no tienen dinero?
Y tuve la
respuesta. Dios en su infinito poder decidió
de poner ricos y pobres en la tierra. Él en su amor infinito ha dicho que es más
fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico gane el reino de
los cielos. Los pobres ya tienen ganado el reino de los cielos. La otra respuesta: Los pobres son pobres
porque la vida es injusta. Mirá Sofía Moncada, la mama de Toñito, se le murió
el marido y le dejo una finca de café, pero con los hijos pequeños y las deudas
que le dejó don Medardo, ella perdió la finca y ahora allí vive arrimadita en
la casa que yo le presto.
¿Entonces
ella se va ganar el reino de los cielos porque ahora es pobre?
Pues no sé
si se ganará el reino de los cielos, pero lo que si sé es que tiene que
trabajar más de la cuenta para mantener a sus hijos.
Que relajo
de contradicciones tiene la vida de adulto. Pues así seguí creciendo comiendo
en el mismo plato con los hijos de los trabajadores. Dándoles alguno que otro
pedazo de queso o algún huevo que me pillaba en el gallinero de mí mama. Un
ladrillo más sobre mi muro de conciencia.
Así siguió
la vida. Nos fuimos del campo hacia la
ciudad buscando luces, esas luces que mis padres no tuvieron quisieron dárnoslas
a nosotros. El choque cultural fue la escuela, inmensa… profesores hasta para
regalar y qué decir de la cantidad de alumnos.
Allí otra vez pensé en Leocadio que hubo que abandonar la escuela para
toponear y poner el hombro para ayudar a Cosme y Enriqueta.
Ese primer día
de escuela en la ciudad fue de lo más impresionante. Mis padres no fueron
conmigo. Me fui con mi hermana que comenzaba el sexto de primaria. Llegamos a la
escuela que estaba repleta. Olía a nuevo. En la multitud perdí a mi hermana y
me quedé sólo hasta que otro perdido como yo se acercó y me preguntó a qué
grado iba. Le respondí que iba a segundo. Él me dijo que él también, se llamaba
Ramón Antonio Flores Bertrand. Me dijo:
mi tía es profesora aquí, vamos a preguntarle donde nos toca.
Buscamos a
la profe Azucena de Sevilla y nos dijo que nos tacaba con Gladis Mendoza de Escoto. Así
comenzó una amistad que podría decir la primera de la ciudad.
Pero bueno,
nos desviamos del tema.
El asunto es
que la vida de la ciudad me hizo visualizar otra realidad. Si bien en la montaña
mi familia era la referencia para muchos de los paisanos, en la ciudad yo era
el paisano. Me hacía llamar el montañés, el indito y me convertí en la cabeza
de turco de muchos de los alumnos. Los
golpes, los insultos y las pedradas que recibí en ese primer año de escuela
citadina creo que me ayudaron a forjar mi humildad, mi timidez, pero al mismo
tiempo mi arrogancia y mi mimetismo del comportamiento cruel de la infancia.
Allí aprendí
que ser sobrino de la directora no tenía ventajas. Que hablar con don Rafael «Chanchita»
el policía de la escuela era arrastrarse, aunque lo único que quería saber es porque
tenía la pata dura. Aprendí también que
la homosexualidad tan repudiada no era enfermedad. Alex Aroca a sus 8 años lo
era ya y algunos abusaban de su condición. También aprendí en ese año que había
una mujer, una rubia y pecosa que me robó algo preciado, un pedazo importante
de mis pensamientos. Era 1974.
Un huracán
golpea el país, mi abuela Juana María se muere y los desastres se propagan. Allí
aprendí por los decires de mi padre que el primer país a mandar ayuda logística
y económica a Honduras fue Cuba. Pero que las brigadas cubanas se habían ido
por oposición de los Estados unidos. No entendí porque gente que viene ayudar
tiene que irse. Si mi papa me había enseñado que la ayuda se toma de donde
viene si se tiene necesidad. Y que nunca se debe despreciar ningún tipo de
ayuda. Que la ayuda se ofrece y no se espera que alguien la pida. No entendí,
nada. Sólo miraba las fotos de los periódicos, de gente en los techos de las
casas esperando ser rescatados y las villas destruidas por las inundaciones
mientras los cuerpos de las personas y del ganado ahogado flotaban en esa agua
contaminada por el desastre. Otro ladrillo más sobre mi muro de conciencia.
Ese Huracán
a pesar de que me quitó a mi abuela, también me quitó otra cosa, mi hermana
mayor, la que creció con nosotros, la que nos cambió pañales, se fue de la casa
después de una pena de amor. No la volví a ver hasta la muerte de mi madre en
2011.
La vida
continúo, me cambiaron de maestra. Gladis a quien aún le tengo mucho aprecio,
me quería mucho, pero hubo que dividir la clase y me tocó pasar por la alegría
desbordante de la profe Corina (quienes la conocieron sabrán que hay un poco de
sarcasmo en esto), algunas semanas más tarde nos cambiaron de profesor y fue
Magdalena Merlo quien terminó siendo mi profesora definitiva. Terminé mi
segundo grado En la Escuela Urbana Mixta Francisco Morazán.
Hermoso año
ese. Conocí, además de Ramón, a Nelvin Valle Zelaya, Iván Zelaya, las hijas y
el hijo de doña Mercedes y de Chepe León, Noé Ferrufino, a Juan el hijo de
Carlos (pedo) y Gloria, a Marcos (lupita) y otros vecinos con quienes
jugaba. Vivíamos en la casa de mi
padrino Moisés y compartíamos el espacio con Reynelda, la hija mayor de mis
padrinos, Julia Castro y María Elena Sosa.
En ese universo
de la ciudad donde todo era limpio, donde todos iban a la escuela limpios,
donde había un centro de salud, carros, un conjunto musical, un redondel
temporal para las corridas de toros. Un hotel un club de Leones, médicos, un
colegio, tres escuelas y cuantas cosas más, era maravilloso. Ese universo también
era desconcertante. Allí también había preguntas. Recuerdo que después del huracán Fifí, sobró
comida de las donaciones que el pueblo había hecho para ayudar a los damnificados
de la Costa Norte. Sobro Maíz, frijoles y Arroz, que la alcaldía Municipal puso
en bolsas plásticas y ordeno que brigadas de estudiantes salieran a repartir
esos recursos entre los pobres de la ciudad. Ese día yo no fui a la escuela. Yo,
Darío, decidí que tenía dolor de panza. Pero no sirvió de nada. A eso de las
10:00, Marcos Madariaga (Lupita) vino a mi casa y dijo que la profe Magdalena me
quería en la escuela. Me puse nervioso, pensé que me iba a castigar por faltar
a clases, sin embargo, me fui con Marcos. Cuando llegué a la escuela La profe Magdalena me
dice: Venga que usted será el encargado de leer el mensaje de la alcaldía a
cada familia.
Yo más
perdido que una cabra en una procesión de Semana Santa le pregunté:
¿No me va a
regañar?
Ella se rio
y me dijo:
Tome este papelito, apréndaselo y si no puede lo lee en cada puerta de cada familia donde iremos a
dar esta comida. Había en la pieza una gran cantidad de frijoles y maíz. Nos la
pasamos todo el día distribuyendo las tales bolsas y en cada puerta el indito leía
o recitaba:
«Buenos días señoras y señpres, en nombre de la alcaldía
municipal de la ciudad de El Paraíso reciban esta humilde contribución que
servirá a palear (esa palabra me daba miedo porque sonaba como apalear) algunas
de sus necesidades. Muchas gracias.»
Pasó ese día
y me di cuenta que allí en esa ciudad había también niños panzones, lombrizosos
y mocosos como en la montaña. Y las preguntas de nuevo. ¿Cómo dos libras de
frijoles y dos libras de maíz pueden ayudar a esa gente? Bueno me decía, van a
comer hoy por lo menos. Pero la solución al problema no estaba allí, pero
tampoco yo tenía la solución. Suerte que tenía mi trozo de madera con ruedas de
cajas de betún que me ayudaban a pasar el rato jugando. Entonces a esa edad
aprendí que la pobreza es más universal que la riqueza y que en la vida unos
nacen con estrella y otros estrelladlos como decía Tín Larios.
Y ese año
crecí y le puse la liga de cemento al siguiente ladrillo de mi conciencia.
Regresamos a
la montaña. De nuevo las vacas, el café, las mulas y todo eso que durante el
año había dejado atrás. Volví sin hermana, sin abuela y con un cumulo de cosas
nuevas aprendidas. Con ocho años en diciembre ya no era el chigüincito si no un
hombrecito a los ojos de mi padre. Que en su visión del mundo a esa edad tenía
que ser capaz de desempeñar tareas más complejas, que simple mente servir de
almuercero o aguatero. Darío tenía que ayudar a transportar café a lomo de
mula. Ayudar a mi hermano a acomodar las cargas en los aperos, tayacanear
bueyes, arriar bueyes en el batey. En otras palabras, gustar a ese sabor
agridulce del sudor fermentado después de algunos días sin lavarse. Gustar de la
picazón provocada por las garrapatas, chatas y patacones. Gustar al desamor de
llegar tarde a la cena empapado de la lluvia del camino. Gustar las rabietas de
mi mama en menopausia y las de mi papa que no entendía porque nunca pude sacar
una vaca recién parida del lugar donde escondía su ternero.
Allí
comprendí que eso que yo vivía en esos momentos también lo estaban viviendo los
de mi edad que tenían que cortar café, buscar leña en el monte o azadonar junto
con sus padres. Sólo que, yo tenía que comer, dormía en una cama caliente y por
lo menos tenía trapos secos para la noche.
Comprendí
también que a pesar de la dureza de esos días me gustaba la compañía de toda
esa gente que no eran mis hermanos de sangre, pero si, simplemente mis
hermanos.
Terminó la
temporada de café.
Regresamos
al pueblo. Pero esta vez ya el choque fue menos.
Llegamos y
esta vez ya no podíamos vivir en la casa de mi padrino, porque mi padrino y su
familia se venían a vivir también a la ciudad.
Una nueva aventura
comenzó. Vivimos durante un tiempo en la casona de don José María Tercero. Pero
no vivíamos solos. Allí había tres familias más numerosas que las nuestras. Y
se tenía que compartir todo. Pero esa gente era parte de la familia y por una
vez tuve primos y primas. Mila, Aura Delia, Cecilia, Luis, Carlos, Santiago… Fueron
hermosos los pocos meses que pasamos allí.
Volví a la
escuela, la misma escuela de mi segundo grado con los mismos amigos y
compañeros. Nueva Maestra Miriam Zarmiento. A medio año nos pusieron un nuevo
profesor que era más malo que la picazón. Francisco. Luego nos pusieron a la profe Cristina Sevilla de Talavera con quien terminé mi tercer grado. En la escuela todo fue bien.
Ya sabía de quien cuidarme y con quien llevarme. Allí conocí a mi primo Nelo Pastrana.
Mayor que yo, pero era él quien me cuidaba de los más grandes. Es de hacer
notar, que en esa época éramos pocos los que teníamos una edad escolar normal.
La mayoría de los alumnos de tercer grado tenían más de 11 años.
El problema más
grande de ese año fue nuestra mudanza al barrio El Calvario. Un compadre de mi
papa le dijo que tenía una casa que le podía prestar. Fuimos a ver la casa, ella
nos convenía. La ocupamos, la limpiamos y me di cuenta que esa casa era una
mina de oro pues en la limpieza encontré cantidades de mables, pelotas dados…
fui feliz. La trampa de la casa era la
manera en la que ella fue adquirida. Que aún no sé exactamente las
circunstancias. Solo sé que perteneció a una señora Otilia Romero. Y que sus
hijos e hija nos vigiaban a mí y a mi hermana menor y nos trataban de ladrones
de roba casas. No entendía yo por qué. Samuel el hijo de Otilia era mi
compañero de clase y cuando yo trataba de saber porque era yo un roba casas lo
que recibía era una trompada. Las preguntas resurgen.
¿Porque
Samuel me pega? ¿Porque Samuel me llama así? ¿Porque si tenía una casa en el
pueblo siempre anda roto y mocoso? ¿Será que no me quiere porque le robe los
mables?
Un día tomé
todos mis mables los llevé a la escuela y se los puse en el bolsón a Samuel y
le dije de larguito, para que no me sonara, que eran los que había encontrado
en su antigua casa. Y nunca me volvió a pegar.
Pero insistí
en las respuestas.
¿Papa, usted
le robo la casa a Samuel?
Era un
asunto existencial. Mi padre mi héroe. ¡Un ladrón! No puede ser.
Mira mijo,
si vos me decís que te preste veinte pesos, yo te pregunto cuando me los vas
apagar.
Vos me decís
que mañana. Pero si no tenés veinte pesos hoy, como es eso que los vas a tener para
pagarme.
Entonces yo
te digo que te los presto pero que, si no me pagas mañana, vos me tenés que dar
tu gorra y tu bolsón de la escuela.
Eso le paso
a la doña. Ella quitó pisto prestado al banco y no pudo pagar, el papá de mi compadre se la compro al banco y la doña tuvo que entregar
la casa a mi compadre. Ella perdió todo. Y los muchachitos de ella creen que
fuimos nosotros los que les quitamos la casa.
Allí aprendí
que todo lo que uno tiene lo puede perder.
Se puede perder
por una deuda, por querer ser justo o por sentirse culpable de algo que no
hiciste. En esa
circunstancia perdí mis mables.
Pero a pesar
de todas esas pequeñeces, también conocí cosas preciosas. Conocí el cementerio,
la loma donde aprendí a volar papalotes. Conocí gente genial. Gabriel Estrada,
Tito el hijo de Martina. Martina que vendía guaro que se emborrachaba y en sus
tiricias sacaba a tito y a María que se venían refugiar en los justanes de mi
mama. Conocí a Paquito, a Mercedes y Besy Mendoza. Al maestro gallero y
talabartero Arnulfo Acuña de quien aprendí mucho sobre el cuero. Conocí a los
Mendoza. Beto, Javier Ramón, Can, Eva, Rosa, Nela y los otros. Supe también que
la gente dejaba las ventanas abiertas y se podía ver la tele desde la ventana.
Gabriel era un especialista de los programas de tele. Se los sabía de memoria.
Era mayor que yo y era bueno como un pan de Dios. Mi mamá le tenía confianza y
me dejaba ir con él a ver tele. Así comencé a alejarme de la casa con otros
destelevisorados como yo.
Me di cuenta
en esas expediciones que no era chistoso cuando el propietario del televisor decidía
cerrar la ventana y que te corría o cuando alguno de los cipotes se tiraba un pedo y nos corrian de la casa. Me di cuenta que muchas veces me daba
nostalgia de mi trozo con ruedas de lata de chinola. Mis caballos de palo y mis
mulas y mis vacas y mi perro.
Paso el año
y con el otro ladrillo más en mi escalera.
De nuevo las
vacas, el café, los chanchos, la caña y el encuentro con esa gente. Mi papá le
había comprado a Lencho (Almágana) Gómez, un mecánico del pueblo, un
diferencial de carro con llantas. Con mi hermano, le hicieron un camastro y un
timón que unía la carreta a la Junta de bueyes. El artilugio dio resultado y
bueno ya teníamos Carro. Es de hacer notar que justo antes del golpe de estado
de Oswaldo López contra Moncho Cruz, un tractor había pasado y le había hecho
una carretera que unía la vieja casa con la carretera que pasaba justo arriba
de la loma. Pues con aquella carreta
transportábamos el café que los trabajadores cortaban. Ya no tenían que lomear.
Íbamos a san Antonio de Conchagua a comprar frescos para las fiestas de
navidad. En otras palabras, nos estábamos modernizando. Mi vieja por su parte
le compró una refrigeradora de querosén a don Chendo Molina y se la llevó para
la montaña y se puso a hacer charamuscas y a vender hielo y refrescos helados.
En todo esto
yo era quien con Juan el de Sofía Moncada, tayacaneabamos los bueyes de la carreta
porque no estaban acostumbrados a tirar solos de aquel armatoste. Me acuerdo
que la primera vez que se las pusimos aquellos animales salieron corriendo con
el pererén pererén del armatoste detrás de ellos. Como tayacán que era casi me
atropellan. Yo los deje pasar y los animales corrían y corrían… mi hermano se
tiró de la carreta y los dejó ir. Los fuimos a encontrar atascados en una
vuelta de la carretera. La carreta en un hoyo y los bueyes bramando. Los
soltamos y sacamos la carreta. Luego les pusimos ojeras para que no tuvieran
vista periférica y se terminaron acostumbrando. Los bueyes se llamaban El
Chosmo y el Comprado. Uno era marrón y el otro blanquizco. Pues en ese jolgorio yo iba a vender las
charamuscas al campo de pelota de la aldea los domingos y los sábados de
quincena iba con Juan a la hacienda de doña Eva Gonzáles viuda de López. La
navidad de ese año fue genial. Además de la carreta y el refri, mi papa se compró
un radio tocadiscos. El invitó a don Tavo Mendoza y a su familia y armamos un
jolgorio. Bailando en el patio de cemento, reventando cuetes, comiendo torrejas
y nacatamales. Los Midence vinieron a hacerle competencia al tocadiscos. Eran los
currunchunchun oficiales de navidad. Nos levantamos tarde al siguiente día. El día
después fuimos a dejar los Mendoza hasta el pie de la cuesta de las Flores. Allí
iban aquellas muchachas en la carreta y nosotros (mi papa, don Tavo, y yo
montados.) Que bonito fue eso.
Pues con
todo ese ajetreo se me olvido que había otra realidad a mi alrededor. Que se
las seguiré contando en otra del Caitudo.
Feliz Navidad.