Cuando un amigo se va. se queda un árbol caido
Que ya no vuelve a brotar por que el viento lo ha vencido
Cuando un amigo se va, queda un espacio vacio
Que no lo puede llenar la llegada de otro amigo
Alberto Cortez
Buenas tardes a todos antes de leerles estas líneas para despedir a mi padre
quiero agradecer a todos la presencia y la solidaridad demostrada en estos
momentos asiagos.
José Izaguirre, Papa, Papá, Don José, Don Joche, Chepón, El Cimarrón,
Papita Joche, Papita frita, Papita Loche, Abuelo… Cada uno de nosotros lo
recordará tal como lo conoció, pero lo que si es cierto es que poco importa
como lo hayamos llamado ese hombre será, a pesar de su ausencia, el mismo.
José Izaguirre nació en Las Botijas, cerca de San Marcos de Colón,
oficialmente nació en 1927 pero en realidad el nació en 1924. Emigró junto con
su madre y su abuela al pueblo fronterizo de San Pedro del norte en donde
creció y aprendió a amar esos cachimbales como él decía. Allí creció y a los 14
años se fue de San Pedro hacia Managua, donde su madre residía. Como él decía
«me fui a buscarla». Además de encontrar a su madre encontró a tres hermanas
más. Vivió allí pero el calor de las piedras de San Pedro lo seguían llamando.
Poco importo, a pesar de que casi se hace zapatero y albañil su San Pedro lo
llamaba. Regresó entonces con su madre y hermanas. Pero poco duró el idilio del
regreso. La pobreza y la falta de trabajo lo obligaron a dejar el primer amor
de su vida, San Pedro del norte. Anduvo vagando, trabajando en los ingeniosa
azucareros, lo vieron cortando caña en Chichigalpa, Cortando café y cuidando
novillos en la misma zona. Pasó de simple peón a apuntador gracias a su don
innato de sacar cuentas. Lo vieron también como carretero transportando
plátanos de Chichigalpa a Corinto. Allí pasó un tiempo hasta que su abuela lo
vino a buscar y lo llevó de nuevo a ese San Pedro. Se fue de sus carretas y sus
cañales que no eran suyos, habiendo plantado sus dos primeras semillas Félix
Pedro y José Eleuterio.
Ahora ya es un hombre de unos 28 años. Y aún no conoce a su padre. Se
decide a conocerlo y se viene a San Marcos de Colón en donde finalmente conoce
a aquel señor que adoraba tanto el himno nacional tal vez más que a sus vacas.
Un encuentro caluroso, valga el sarcasmo, como todos los encuentros con
Lorenzo Molina Corrales. Este último lo reconoció y él es el culpable del
divorcio entre mi padre y su San Pedro. Es así que, en 1953, pisa las calles de
El Paraíso, José Izaguirre. El paraíso en su extensión lo acogió y lo adoptó.
También le quitó. Le quito a su primera hija, a su esposa más tarde y a un sin
número de amigos que se fueron antes que él. Pero también El Paraíso le dio, y
mucho. Le dio dos hijas más Griselda y Dilcia y sobre todo el acento hondureño
y más aún ese hablar propio de los Molina Corrales.
Como decimos siempre: Donde hubo fuego cenizas quedan. De allí que mi
padre siempre se sintió ligado a ese su San Pedro y casi a cada año regresaba.
Allí había dejado otro amor quien le dio otro retoño José Alberto. Pero la vida
le había destinado otro amor, mi madre, quien le dio junto con El Paraíso, sus últimos
4 hijos Flora, Yelba, Melba y su servidor y más de 19 nietos.
Nos crio con una filosofía simple que se reduce a algunas palabras, respeto,
honradez, prudencia y rectitud. Nos guio respetando nuestras decisiones desde
la mujer o el marido que escogimos hasta lo que quisimos hacer con nuestras
vidas, y poco importa las circunstancias, el consejo preciso y la actitud a
tomar siempre fue justa. Palabras no descalabran decía él. Creo que no tuvo
tiempo de mostrarnos todo porque la vida fue dura con él en sus últimos años.
Sobreviviente de un cáncer de próstata, la vida lo probó más aun privándolo del
oído y de la vista no así de su sentido común y su sabiduría innata.
José Izaguirre fue, y lo seguirá siendo, un consejero fiel para los que
no hicieron oído sordo a sus consejos, y aquellos que los aprendimos debemos de
darnos la tarea de hacerlos perdurar.
Para mi José Izaguirre es más que mi padre él es, y lo digo en presente
porque así lo veo, un Martín Fierro sin caballo y sin boleadoras, pero un
Martín Fierro porque sus consejos me acompañan como los consejos de Martin
acompañaron a sus hijos y los de su amigo Cruz.
No queda más que decirle adiós a este hombre de honor, con principios
inquebrantables que hasta los últimos días de su lucidez fustigó las
injusticias y mantuvo sus convicciones. Hombre estricto y exigente con los
suyos. Cariñoso a más no poder, amigo sin colores políticos, padre sin
preferencias, esposo faldero pero constante y abnegado, abuelo y suegro
ejemplar, un hombre con imperfecciones y resabios, pero, al fin y al cabo, un
hombre de honor.
Pues por ay nos veremos, don Joche.
El Paraíso, 6 de junio de 2016 (Iglesia parroquial)
El Paraíso, 6 de junio de 2016 (Iglesia parroquial)