sábado, 3 de abril de 2010

Cuidado con el Judío errante

Semana santa, como dice la compa Mirna Urquía, debería ser una semana para reflexionar, no en la señales del cielo únicamente, sino en las de nuestro pueblo y su realidad. “Hipócritas que no miras las señales de la tierra por estar observando las señales de los cielos” (Mateo, 16:3).
Para ayudarles un poco a esa reflexión tan necesaria les contaré unas cuantas historietas de mi infancia en tiempos de Semana Santa. Esas anécdotas posiblemente les harán retroceder a un tiempo donde las tradiciones aun estaban más vivas y poco matizadas por la carrera incontrolable de la tecnología.
Compartiré con ustedes dos períodos de mi infancia que recuerdo con nostalgia. Mis años en la montaña y mis años de escuela en el pueblo. Y sobretodo un episodio vivido en el barrio El Calvario, o el barrio de los calvos, como le llamábamos nosotros.

La montaña.

Ya canso diciendo donde nací, pero no todos los que visitan este blog lo leen desde el principio. Nací en una aldea cafetalera del municipio de El Paraíso, en el sur oriente de honduras. En esta aldea en los tiempos de Semana Santa era tiempo muerto. La cosecha de café había terminado. Era el tiempo de las chapias de las plantaciones y el número de trabajadores en la casa era reducido.

Mi papa se iba al valle de Jamastrán a preparar tierras para sembrar maíz y frijoles y seguido nos quedábamos solos con mi mama en la casona de la Montaña.
La Semana Santa era menos complicada y más aburrida que la Navidad. Hacía calor, las garrapatas abundaban las vacas se escondían en los lugares más difíciles de encontrar y donde hacia menos calor. Por también ese período tenía sus lados buenos. Las chicharras no paraban de cantar los jocotes estaban sazones y los mangos suficientemente grandes para comerlos con vinagre cominos y sal.

Para Semana Santa, mi mama preparaba tabletas de dulce de leche, mermelada de cáscaras de Naranja agria, rosquetes y tamales pizques. También ponía una chicha de cáscaras de piña a fermentar y nos daba de vez en cuando un guacalito diluido con agua para que no nos emboláramos. Pero todo eso había que ganárselo y eso formaba parte de lo aburrido de la Semana Santa.

Mi mama, religiosa como ella era en esos tiempos, pasaba toda la semana a decirnos que teníamos que reflexionar respecto al comportamiento con nuestros semejantes. Las peleas eran prohibidas y los castigos dos veces mas grandes que de costumbre.
Yo en esos días, allá por 1972, me ponía contento porque mis hermanas mayores que estaban en el pueblo venían a pasar vacaciones con nosotros. Mi hermana Yelba, quien se ocupaba mucho de mí, venía y con ella la felicidad de poderse bañar en las pilas del beneficio de café.

Bueno, los días más difíciles de Semana Santa eran el jueves y el viernes santo. El jueves Mi mama preparaba la tradicional sopa de pescado seco. Aun tengo en mi boca ese sabor único de la sopa de mi mama. El asunto es que aun si la sopa era buena, no teníamos derecho de comer mucho, la gula es un pecado capital, sobre todo en Semana Santa. Los dulces, los rosquetes y la chicha desaparecían de la casa. Era jueves, era el día del suicidio de Judas, de la captura y penitencia del hijo de Dios. Entonces, había que comenzar a sufrir con él.

El viernes, día de penitencia. Todos teníamos que ayunar desde la mañana hasta la crucifixión, algo así como hasta las 2:00 pm. Sólo teníamos que tomar agua. Pero como decía Chespirito, mi mama no contaba con nuestra astucia. Detrás de la cas había un palo de marañón que en general tenía algunos frutos maduros. A escondidas nos íbamos y nos subíamos al palo, con miedo porque mi mama nos decía que era pecado hacer eso y que si desobedecíamos nos iba a llevar el judío errante. También nos decía que si nos andábamos subiendo en los palos que nos podíamos caer y quebrarnos una pata porque el señor era poderoso. ¡Güevos, más poderosa era el hambre!

A las dos de la tarde ya nos llamaba y nos decía: Vengan cipotes para acá. Vamos a rezar.

Y comenzábamos una retahíla de oraciones que ya ni me acuerdo.

Después de haber ayunado, los tamalitos pizques, la sopa de pescado y hasta la chanfaina de la mujer de don Yeyo Oliva, nos parecía el mejor manjar del mundo.

Algo que no les he dicho es que el viernes no teníamos el derecho de hacer una serie de cosas.
¡No corran! si corren están corriendo sobre le espalda mutilada del señor
¡No coman! si comen están comiéndose al señor
¡No insulten! si insultan están insultando al señor
¡No claven! si clavan están clavando al señor
¡No tiren piedras! si…
¡No…!

Les aseguro que al final del día, aun si sabíamos que Cristo había sido crucificado estábamos bien contentos que Pilato se haya lavado las manos.

El domingo la tristeza del verano se mezclaba con la tristeza del final de las vacaciones y la partida de mis dos hermanas. Sabía que no las vería durante semanas o meses. Suerte que tenía mi hermanita Melba, mi hermano José Alberto y mis amigos Cayo y Toño que nos ayudaban con las tareas de todos los días.


El pueblo

No pude escaparme de la migración urbana. Mis papas eran un poco aliruzados y visionarios. Aquellos que han leído las entrevistas que hice con mi padre y mi madre se han dado cuenta que el nivel de instrucción de ambos no era grande. Sin embargo, mi papa se dijo siempre que el le daría educación a sus hijos. Así pues, por allí en 1974 tuvimos que irnos a vivir a la ciudad. Mis dos hermanas mayores comenzaban su escuela secundaria. Dos muchachotas casi adolescentes a las que había que cuidar de las tentaciones de la ciudad. Por otro lado, mi mama comenzaba a sentirse culpable de haberlas mandado a estudiar al pueblo sin haber estado con ellas.

Esa mudanza vino a cambiar toda la dinámica de nuestras vidas. Mi mama se vino a vivir con nosotros al pueblo y mi papa y mi hermano José Alberto se quedaron cuidando de las plantaciones y casi no los veíamos. A mí me hacia mucha falta mi hermano, quien nunca me regañaba y siempre estaba listo a ayudarme en las tareas difíciles que me imponía mi papa.

Bueno, el asunto es que las semanas santas las pasábamos ya en el pueblo. Mi papa venía y me llevaba ala procesiones y a las misas. Allí el tiempo pasaba más rápido y las relaciones entre la religión y mi persona comenzaron a deteriorarse, pero igual la Semana Santa era especial. La comida era la misma lo único que cambio fueron los amigos y las aventuras.

Después de haber vivido un tiempo en la cas de mi padrino Moisés, en la parte noroeste del pueblo, tuvimos que cambiar de casa. Nos pasmos a vivir al barrio El Calvario exactamente en la calle que llevaba de la iglesia al cementerio. Allí nos teníamos al corriente de todo aquel que se moría en el pueblo porque obligatoriamente el entierro tenía que pasar en frente de la casa.

En Semana Santa no podíamos faltar ninguna procesión todas pasaban en frente de mi casa. Las que más me gustaban eran las del domingo de ramos. Toda la gente, los campesinos de los alrededores bajaban de los cerros con palmas tiernas de coyol para hacerlas bendecir por el Capitán ¡Oups! ¡Perdón! Por el cachureco, El Padre Barahona, que en paz descanse.

La otra que me gustaba era la del siguiente domingo. Las carreras de San Juan. En esa, cuatro personas cargaban corriendo la estatua de San Juan desde la iglesia hasta el Cementerio y viceversa, siete veces creo. Los pobres Julia Gallo y Ximeno Salgado que era unos de los que cargaban el santo sudaban la gota gorda. Eso me gustaba porque era bonito ver el santo balancearse sobre las espaldas de los corredores. Además en la noche era noche de fiesta, Cristo había resucitado.

Mi mama continuaba sus prácticas en privado. Mi mama había sido fiestera, bailadora, celebradora de la palabra y cuantas cosas más. Sin embargo, cuando llegamos al pueblo era difícil de hacerla salir. Un día jueves de Semana Santa, yo tenia como 10 años, le digo a mi mama: Mama, vamos a ir a la procesión.

Yo no voy allí, me dice.

Claro que va a ir, le digo yo, por que usted sólo nos vive hablando de Dios y ni a la iglesia va. Mire a doña Maruca y a Chela la de Tito, todos los domingos van a misa y usted nada.

¡Va Pues! me dice, vamos a ir.

Ya en la noche como a las siete, me puse el uniforme de la escuela y le digo a mi mama, bueno mama nos vamos.

Ya llegamos a la iglesia. La procesión sale y nos vamos por la calle del cementerio. Al llegar a la esquina de done don Manuel Sánchez, el Capitán Barahona (Carajo siempre se me olvida que era cura) decide de doblar a la derecha.
Yo me las arreglo para llevar a mi mama cerca de donde va el cura para que escuche bien la homilía. El cura usaba un parlante como el que tenia la radio 11 de junio de la FUR en la UNAH.

Allí iba el cura…
Dios te salve María… Madre misericordiosa…


Y cantando con su voz de pito rajado.

Por los tres clavos que te clavaron
Y las espinas que te punzaron
Perdónales Señor.

De repente, en la cola de la misa…

Pen… Pen… Pen… tres tiros de 38.

La gente comienza a correr y a empujarse y aquel verguello. Yo lo único que miro es un Bus de la empresa EMTRAORIENTE que estaba estacionado en frente de la casa de Miguelito Sevilla. Y agarro a mi mama de la mano y me la llevo a esconder detrás del bus. Allí oíamos al padre Barahona:

Por el poder de Cristo, no corran no empujen banda de sacrílegos.

De pronto, no so oye más la voz del cura. Mi mama temblando de miedo la pobre, ella pensaba que era el fin del mundo. El puto bus se movía como si la tierra estuviera temblando. Los chigüines llorando, las mujeres gritando…

Cuando la masa de gente paso y que todo parecía mas en calma, mi mama y yo salimos de detrás del bus y miramos el producto de la tragedia. Los santos tirados en el suelo. La virgen María media desnuda con la cabeza para abajo. San Juan con la cabeza quebrada, un completo desastre.

Mientras tanto en ceca de la esquina de la casa de doña Chepita Idiaquez, el cura sermoneando con palabras no tan católicas que digamos ya tratando de desenredarse de los alambres del parlante que tenia enredados el la sotana y en la cuerda que le servia de cinturón.

Bueno, le digo a mi mama, y ahora que hacemos.

Yo me voy pa la casa, me dice, y nadie me hacer venir otra vez a las procesiones.

Y en realidad, creo que fue a la única vez que mi mama fue a una procesión.

¿Y que fue lo que paso ese día? Yo nunca supe con exactitud pero tal parece que una muchacha casada se fue a la procesión y por allí un mozo comenzó a echarle el cuento. La chava comenzó a coquetear también. Alguien fue al estanco donde estaba el marido y le dijo que su mujer estaba haciendo de la suyas y de las del otro. El bolo se va y constata por sus propios ojos el hecho, saca su tizón y tira los tres tiros. La gente comienza a correr, al bolo lo agarraron los chafas y de la mujer y el dandy quien sabe lo que paso.

El próximo año les cuento la vez que un doctor del pueblo medio ateo, salió desnudo a insultar al padre en plena procesión. Mientras tanto, que vuestras vacaciones hayan sido menos agitadas que la procesión de 1976, un abrazo fraterno.

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